JUEVES 2/08
14ª ETAPA: CAYO COCO (Playa Flamenco) – (bici/”botella”) – CIEGO DE ÁVILA – (bus) – TRINIDAD
(30km/1h 40min)
Erabaki dugu "Ciego de Avila"-ra bueltatzea “botella” egiten, ez dugu pedalei berriro eragin nahi “pedraplen”-aren zehar. Bide erdian, okinak bere furgonetan hartu gaitu, espazioa bi senar-emazterekin eta haien seme-alabekin partekatuz, Ciego de Avilaraino. Bertan, pertsonaia bitxi batzuk ezagutu ditugu, baina Robertito nabarmendu egin da, istorioak kontatzen dituen fenomeno bat. Gustura partekatzen dugu harekin freskagarri bat. “Paladar” batean afaldu eta bidaia autobusez Trinidad-eraino.
14ª ETAPA: CAYO COCO (Playa Flamenco) – (bici/”botella”) – CIEGO DE ÁVILA – (bus) – TRINIDAD
(30km/1h 40min)
Erabaki dugu "Ciego de Avila"-ra bueltatzea “botella” egiten, ez dugu pedalei berriro eragin nahi “pedraplen”-aren zehar. Bide erdian, okinak bere furgonetan hartu gaitu, espazioa bi senar-emazterekin eta haien seme-alabekin partekatuz, Ciego de Avilaraino. Bertan, pertsonaia bitxi batzuk ezagutu ditugu, baina Robertito nabarmendu egin da, istorioak kontatzen dituen fenomeno bat. Gustura partekatzen dugu harekin freskagarri bat. “Paladar” batean afaldu eta bidaia autobusez Trinidad-eraino.
Los mosquitos están especialmente activos esta mañana, no veo el momento de coger la bicicleta. Desayunamos y charlamos con el vigilante, un hombre muy majo. Ya en camino, los mosquitos no me dejan siquiera mear tranquila, es impresionante cómo me han puesto.
Hacemos “botella” (así le llaman a “hacer dedo”) en el “servi cupet”, en la entrada a los cayos, pero hay muy poco tráfico. A lo largo del día debe haber algún autobús, pero nadie sabe bien cuándo ni cómo. Aburridos de la espera, decidimos ir pedaleando, poco a poco, con rumbo a Ciego. Nos detenemos en el chiringo en el que paramos al venir, el paisano dice que en breve pasará el panadero con su furgoneta y que seguro que nos lleva si le ofrecemos 5 pesos/persona. Nuestro transporte se demora algo más de lo previsto, pero llega, en forma de furgón que, además de acarrear las cestas del pan, carga hoy con dos matrimonios con sus dos respectivos hijos más la novedad de los tres cicloturistas más sus bicicletas, es decir, nosotros. Todos vamos a Ciego de Avila. Sentados como podemos, agarrados con uñas y dientes, charlamos con nuestros compañeros de viaje. Cuando nos acercamos al peaje, de salida hoy, el conductor nos pide que bajemos para “brincarlo”, él nos esperará más adelante. Cruzamos la barrera sin problemas y, efectivamente, fuera de la vista de los militares, volvemos a cargar las bicis en el furgón. A las dos de la tarde estamos ya en Ciego de Avila.
Tenemos tiempo de sobra, el bus a Trinidad no sale hasta las 4:30 de la mañana, así que nos acercamos hasta la Plaza Martí con la sana intención de estar sentados tranquilamente y ver pasar la gente. La primera en aparecer en una abuelita que, casualmente, cumple hoy años, lo cual habría que celebrar recibiendo algún regalo de nuestra parte. A la mujer, le sigue un hombre con una malformación, también pidiendo. Y por último, el mejor de la tarde, Robertito, un chaval de 27 años que vive en la plaza porque su madre le abandonó cuando era pequeño y su padre es un borracho. Habla 7 idiomas, aunque no sabe leer ni escribir en ninguno de ellos y tiene un control absoluto de los precios que a él le afectan: se corta el pelo por un “chavito”, sabe dónde dan el mejor filete al mejor precio, aunque hay un inconveniente y es que en ese restaurante no se puede entrar con “shorts” y él no tiene pantalones largos. Él tiene suerte y también por un chavito hay una vecina que le da de comer. No le falta el tiempo libre y lo aprovecha para conocer vida, obra y milagros de los habituales de la plaza: “ése, aunque vista como un extranjero, es cubano, y lo hace para ligar”; “aquél es español y anda con una mulata sabrosa que sólo le hace caso por el dinero, porque cuando el tipo vuelve a su país, ella se lía con otro y él ni se entera”. Es un artista.
Comienza a llover y nos refugiamos en una terraza en la que conocemos a una pareja cubana que trabaja de monitores de baile en hoteles. Él se ofrece a acompañarnos a un “paladar”. Una señora que vive en un portal cercano nos guardará las bicicletas, el bailarín ha conseguido colarnos y que nos den mesa en la zona en la que se paga en peso cubano. Tras la cena, en la zona de barra, en la que atiende un camarero de cera, tomamos un ron Jesus y una deliciosa piña colada Javi y yo.
Son las diez y media cuando vamos en busca de las bicicletas. La señora, un mal bicho, nos recibe con un “¿dónde está mi dinerito…?”. Cuando Jesus le paga los dos “convertibles” pactados, nos reclama un tercero, pero tiene que quedarse con lo estipulado y con el consiguiente rebote.
Aunque aún es pronto, nos acercamos a la estación, un microcosmos con el que nos vamos familiarizando: una amplia sala de espera con una o varias televisiones a todo volumen programando películas subtituladas, gente dormitando en los asientos, una legión de trabajadoras y trabajadores sin función definida a las puertas de los baños...
A las tres y media cogemos el billete, el bus llega media hora más tarde y sin problemas, metemos las bicicletas que nos habían custodiado en la consigna tras el pago de 6 cuc (“encantados de haberles podido ayudar”, es la respuesta del empleado). Ya en nuestras plazas, notamos que de nuevo hace frío, pero esta vez hemos venido preparados para ello con los pareos. Dormitamos hasta Trinidad.
Hacemos “botella” (así le llaman a “hacer dedo”) en el “servi cupet”, en la entrada a los cayos, pero hay muy poco tráfico. A lo largo del día debe haber algún autobús, pero nadie sabe bien cuándo ni cómo. Aburridos de la espera, decidimos ir pedaleando, poco a poco, con rumbo a Ciego. Nos detenemos en el chiringo en el que paramos al venir, el paisano dice que en breve pasará el panadero con su furgoneta y que seguro que nos lleva si le ofrecemos 5 pesos/persona. Nuestro transporte se demora algo más de lo previsto, pero llega, en forma de furgón que, además de acarrear las cestas del pan, carga hoy con dos matrimonios con sus dos respectivos hijos más la novedad de los tres cicloturistas más sus bicicletas, es decir, nosotros. Todos vamos a Ciego de Avila. Sentados como podemos, agarrados con uñas y dientes, charlamos con nuestros compañeros de viaje. Cuando nos acercamos al peaje, de salida hoy, el conductor nos pide que bajemos para “brincarlo”, él nos esperará más adelante. Cruzamos la barrera sin problemas y, efectivamente, fuera de la vista de los militares, volvemos a cargar las bicis en el furgón. A las dos de la tarde estamos ya en Ciego de Avila.
Tenemos tiempo de sobra, el bus a Trinidad no sale hasta las 4:30 de la mañana, así que nos acercamos hasta la Plaza Martí con la sana intención de estar sentados tranquilamente y ver pasar la gente. La primera en aparecer en una abuelita que, casualmente, cumple hoy años, lo cual habría que celebrar recibiendo algún regalo de nuestra parte. A la mujer, le sigue un hombre con una malformación, también pidiendo. Y por último, el mejor de la tarde, Robertito, un chaval de 27 años que vive en la plaza porque su madre le abandonó cuando era pequeño y su padre es un borracho. Habla 7 idiomas, aunque no sabe leer ni escribir en ninguno de ellos y tiene un control absoluto de los precios que a él le afectan: se corta el pelo por un “chavito”, sabe dónde dan el mejor filete al mejor precio, aunque hay un inconveniente y es que en ese restaurante no se puede entrar con “shorts” y él no tiene pantalones largos. Él tiene suerte y también por un chavito hay una vecina que le da de comer. No le falta el tiempo libre y lo aprovecha para conocer vida, obra y milagros de los habituales de la plaza: “ése, aunque vista como un extranjero, es cubano, y lo hace para ligar”; “aquél es español y anda con una mulata sabrosa que sólo le hace caso por el dinero, porque cuando el tipo vuelve a su país, ella se lía con otro y él ni se entera”. Es un artista.
Comienza a llover y nos refugiamos en una terraza en la que conocemos a una pareja cubana que trabaja de monitores de baile en hoteles. Él se ofrece a acompañarnos a un “paladar”. Una señora que vive en un portal cercano nos guardará las bicicletas, el bailarín ha conseguido colarnos y que nos den mesa en la zona en la que se paga en peso cubano. Tras la cena, en la zona de barra, en la que atiende un camarero de cera, tomamos un ron Jesus y una deliciosa piña colada Javi y yo.
Son las diez y media cuando vamos en busca de las bicicletas. La señora, un mal bicho, nos recibe con un “¿dónde está mi dinerito…?”. Cuando Jesus le paga los dos “convertibles” pactados, nos reclama un tercero, pero tiene que quedarse con lo estipulado y con el consiguiente rebote.
Aunque aún es pronto, nos acercamos a la estación, un microcosmos con el que nos vamos familiarizando: una amplia sala de espera con una o varias televisiones a todo volumen programando películas subtituladas, gente dormitando en los asientos, una legión de trabajadoras y trabajadores sin función definida a las puertas de los baños...
A las tres y media cogemos el billete, el bus llega media hora más tarde y sin problemas, metemos las bicicletas que nos habían custodiado en la consigna tras el pago de 6 cuc (“encantados de haberles podido ayudar”, es la respuesta del empleado). Ya en nuestras plazas, notamos que de nuevo hace frío, pero esta vez hemos venido preparados para ello con los pareos. Dormitamos hasta Trinidad.